domingo, 7 de marzo de 2010

Braid


"Nuestro mundo, con sus reglas de causalidad, nos ha enseñado a no ser generosos: si perdonamos con facilidad, podemos acabar malheridos. Si hemos aprendido de un error, y gracias a eso somos mejores compañeros, ¿no deberían recompensarnos por lo aprendido, en lugar de castigarnos por nuestro error?"
 
Braid. Segundo mundo.


Primer Mundo.

En un café de una luminosa plaza la mayoría de clientes se relajan y disfrutan del calor del sol y de sus bebidas frías. Pero no Tim: él apenas nota el sol, no saborea su café. Para él, este rincón le ofrece una buena vista de la ciudad, y en el movimiento de la gente al pasar, en el arco de la mano de una dependienta que muestra el té a un caballero interesado, Tim espera encontrar pistas.

Esa noche, en el cine, aventureros de ficción cruzan la pantalla de formas poco creíbles. El público es variado. Algunos son clientes habituales del cafe, ahora sentados con emoción en los asientos de felpa, en busca de un nuevo sabor que les distraiga del aburrimiento de sus fáciles vidas. En otros asientos, pescadores y granjeros esperan olvidar sus duros trabajos y descansar sus manos.

Tim también está aquí, pero examina el brillo de los labios que hay en la pantalla, mide el ángulo de la columna de humo de un accidente de helicóptero lejano. Cree que ha descubierto un mensaje, cuando el cine cierra, la mayoría del público cruza la plaza y camina hacia el sur, pero Tim se dirige al norte.

La gente como Tim parece vivir de forma contraria a los demás habitantes de la ciudad. Flujo y reflujo, uno contra el otro.

Lo que Tim quiere, por encima de todo, es encontrar a la Princesa, conocerla por fin. Esto sería trascendental para él, con el brillo de una luz intensa que envuelve al mundo, una luz que revela los secretos largo tiempo ocultos a nuestros ojos, que ilumina -¡o materializa!- un útimo palacio donde podemos vivir en paz.

¿Pero cómo podrían percibirlo los demás habitantes de la ciudad, en un mundo que va contracorriente? La luz sería intensa y cálida al principio, pero, después, un parpadeo y la nada, llevándose consigo el castillo; sería como reducir a cenizas el lugar que siempre hemos llamado hogar, donde jugábamos inocentes en nuestra infancia. La destrucción de toda esperanza de seguridad, para siempre.